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GERNIKA Y EL MINISTRO FULLERO

La propuesta del Gobierno español para declarar la Casa de Juntas de Gernika como lugar de memoria ha suscitado una polémica sutil, soterrada, que se ha deslizado entre bambalinas, entre insinuaciones y siseos, pero que sin estallar explícitamente ha dejado entrever una desazón en las instituciones autonómicas.

Nadie se ha atrevido a levantar la voz, y apenas se ha protestado entre dientes. Y sin embargo el gesto del ministro Bolaños de declarar Gernika (o la Casa de Juntas; más difuso aún) como lugar de memoria español no ha sentado bien en nuestra tierra. ¿Por qué? Porque la iniciativa surge con malicia y llega con retranca. Y porque el mismo debate es incómodo para todas las partes implicadas.

Veamos el tema paso a paso. Que Gernika era entre nosotros un vibrante lugar de memoria es de sobra conocido; ¡por eso la bombardearon! Gernika era el lugar juradero de Fueros del Señorío de Bizkaia y allí se reunían sus Juntas. Por eso mismo juró Jose Antonio Agirre su cargo de lehendakari ante el árbol legendario, por esa memoria de derechos y libertades propias. Por eso le dedicó Iparragirre su canto más famoso, que se convirtió en un himno político, religioso, de movilización y protesta, durante generaciones y para distintas fuerzas políticas del país, desde el carlismo hasta la izquierda abertzale, pasando por los jelkides.

Un lugar de memoria es su significado. Si se cambia o se difumina, el lugar desaparece para el relato y para la población que lo hace suyo. Es lo que está en juego en la propuesta ministerial de Gernika. Es a lo que apuesta el ministro Bolaños cuando recupera el símbolo nacional vasco para el imaginario español; para la ‘memoria democrática’… hispana. Jugada sibilina. Artera. Con ello se apropia de su significado y lo vacía. Lo resignifica y se lo birla a los fueristas de todas las épocas, a los defensores de las libertades vascas. Se lo choricea, incluso, a los batallones de carlistas que fueron a la guerra con su Gernikako Arbola. Incluso, si me apuran, se lo escamotea al lehendakari Agirre y lo convierte en el símbolo de una población civil bombardeada, una ciudad cualquiera, abstracta, sin más datos ni entretelas. La resignificación es evidente, de un imaginario nacional, a uno imperial; pero apenas han trascendido esas minucias.

Y no ha trascendido la polémica porque la trampa está tendida de antemano, y quizás por ello nadie se ha atrevido a montar un pollo. La trampa es que la legislación española, a la que se remiten todos los que invocan esa memoria oficial, no reconoce otra que la del 36 (democrática, eso sí). Pero española. Antes de esa fecha no existíamos los vascones, ni los euskaldunes, ni los navarros, ni había ocurrido nada que nos marcara. Cualquier otro pueblo del mundo tiene sus referencias. Escocia recuerda al luchador de su independencia, William Wallace, y la batalla del Puente de Stirling. Catalunya el 1714. Latinoamérica en general tiene la fecha del desembarco de Colón en su continente como referente de sus calamidades. Francia reivindica la gloria de Carlomagno, su gran emperador, como mito de su historia, aunque en Vasconia no se le mire con la misma gracia. Pero nosotros no jugamos en esa liga.

Dicho de otro modo, no tenemos existencia; no se nos reconoce que somos, que hemos sido, y que contamos un pasado que nos explica. No sólo que nos explica, sino que nos da consistencia; nos puede enorgullecer; nos aporta autoestima; memoria de agravios (como el bombardeo de Gernika, pero no sólo este); nos ofrece cohesión, conciencia de colectividad, energía de nación… Para eso son los lugares de memoria.

Ahí se entiende el silencio por nuestros lugares, Gernika antes del bombardeo de Gernika, Amaiur, Orreaga, lehendakari Agirre, Martin Ttipia, Jaime Velaz de Medrano…

Y para desmontar estos significados, una vez más, ha venido el taimado ministro de Presidencia del Estado español y nos ha ofrecido una manzana envenenada. Es una burla, un sarcasmo que, ahora, los herederos del crimen de 1937 se apropien de Gernika y lo reinventen como su “primer lugar de memoria”. El ministro de España nos propone reconocer un lugar, pero dentro del imaginario español, muy democrático siempre, y sin asumir sus violencias, ni admitir reparaciones, ni formular perdones, que eso no casa con la arrogancia imperial hispana.

Es natural que con esos antecedentes nadie se haya atrevido a tapar la boca al ministro. Para abordar este tema con solvencia hace falta una ley de memoria vasca, propia. Que reconozca nuestra existencia. Que exprese que hemos sido un Estado en el reino de Navarra. Que tenemos cultura, territorio, historia, lengua, euskara. Que hemos sufrido la enemiga de dos estados, dos potencias imperiales. Y que las fechas que nos significan las señalamos nosotros, no los ministros de presidencia que vienen a burlarse de nuestra paciencia.

Se dice que Picasso, cuando recibió la visita de unos nazis en París, y le preguntaron si el Gernika era obra suya, les respondió que no; que ellos eran los autores. Verdadero o falso, lo cierto es que nunca el régimen español ha pedido perdón por el crimen de Gernika; nunca lo ha reconocido como obra propia. Quousque tandem abutere patientia nostra!

Angel Rekalde, Luis Mª Mtz Garate

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LA MANO QUE MUEVE LA HISTORIA

«La historia es siempre historia contemporánea, es decir, política».  

Antonio Gramsci. “Cuadernos de la cárcel” *.

La historia se ha considerado siempre, por lo menos desde Heródoto y Tucídides, como una ciencia, capaz de construir una narración de hechos contrastados de una colectividad –un pueblo– que habita de modo estable sobre un territorio dado.

Esta narración convenientemente trabajada dará lugar a un relato que será utilizado por sus gentes para afianzar su identificación, autoestima y cohesión o, por el contrario servirá para que sus enemigos puedan justificar su derrota y dominación. En cualquiera de ambos casos la Historia muestra una faceta oscura: no será nunca la narración de un ser omnisciente externo a los acontecimientos, como sí sucede, normalmente, en la poesía épica o en las novelas.

La importancia central de la Historia consiste precisamente en su función cohesionadora, a favor y en contra. Los usos de la Historia son muy variados (didácticos, de investigación, propagandísticos…), pero se centran casi siempre en la justificación de un ‘statu quo’ o de una puesta en cuestión del mismo.

La Historia, para construir su relato, utiliza muchas ayudas externas que, por el hecho de entrar a formar parte de su construcción, constituyen lo que se conoce como “disciplinas auxiliares”. Una es la Arqueología. Los hallazgos arqueológicos individuales por sí solos no contienen un interés especial ya que normalmente se integran en el discurso central de la Historia que se pretende interpretar. 

Pero sucede como con los paradigmas en las ciencias naturales (física, química o biología). Los hechos se clasifican dentro del paradigma dominante en el momento, al menos mientras no desentonen mucho. La carta en euskara de Matxin de Zalba a comienzos del siglo XV o los textos de Pérez de Lazarraga en el XVI, conocidos tardíamente, se incorporaron al corpus que el estudio de nuestra lengua ofrecía en el momento. Y en su paradigma.

Cuando surgen elementos extemporáneos al mismo se produce su rechazo y se afirma su falsedad desde los bien pagados circuitos oficiales, como vimos en el caso de las ostrakas de Iruña Veleia, que, sin previo (ni posterior) análisis físico de los materiales, fueron desechadas como falsificaciones porque a un lingüista (y seguramente a alguien más interesado) no le cuadraban en su ’paradigma’.

En el caso de “la mano de Irulegi” los investigadores han insistido, por activa y por pasiva, en que todos los elementos físicos y estratigráficos están bien calibrados y no hay lugar para falsificaciones ni errores. De Iruña Veleia, sin realizar análisis alguno, se produjo su defenestración (de los materiales, al vertedero, y de sus descubridores, al juicio y al ostracismo)

Es decir, en el caso de Irulegi estamos ante un descubrimiento único del que todos nos alegramos mucho y que nos dará pistas sobre la evolución de nuestra lengua en el límite entre prehistoria e historia, pero no sabemos qué incorporación tendrá al relato del país. Ni qué aportaciones nos traerá sobre la propia evolución de los vascones en esa fase.

Mucho nos tememos que pesarán las praxis habituales de menospreciar lo propio, sobre todo cuando conlleva la reafirmación de un sujeto histórico-político, el pueblo vasco, que se organizó progresivamente en la Baja Antigüedad y se constituyó en el Estado navarro. Un reino que generó en torno a su capital la primera koiné de nuestra lengua, de la que derivaron, por rupturas territoriales y conquistas posteriores, sus formas dialectales o euskalkis.

Sorprende mucho que este notable descubrimiento en Irulegi haya provocado la excitación y alegría de muchos compatriotas a los que hemos escuchado repetidamente despreciar el valor de la historia a la hora de construir nuestro relato nacional. De repente, al ser científicamente avalado, ya no entra en el capítulo de mitologías y chascarrillos con que se ha etiquetado (y menospreciado) nuestro pasado. Podemos disimular los complejos de inferioridad. Lo que sucede es que la ‘pieza’ de Irulegi no engarza, por ahora, con el paradigma oficial y puede quedar como una curiosidad. Espectacular, pero sin lecturas políticas (lo cual es otra forma encubierta de politizar).

Deberíamos exigirnos un poco más de coherencia. Cuando las piezas encajan en nuestro relato nacional, en nuestra Historia, son sistemáticamente puestas en cuestión, son “hacer política”. Cuando no encajan más que como curiosidad, ¡adelante!  

Así no se construye una historia científica, ni conciencia crítica ni comunidad. El saber y la inteligencia de Heródoto quedan reducidos a la trivialidad de un fetiche o una piedra filosofal.

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*«Sólo la identificación de historia y política trae a la historia este carácter [meramente erudito y libresco]. Si el político es un historiador (no solamente en el sentido de que hace historia, sino en el sentido de que actuando en el presente interpreta el pasado), el historiador es un político, y en este sentido […] la historia es siempre historia contemporánea, es decir, política».  Antonio Gramsci. “Cuadernos de la cárcel”.

Luis María Martinez Garate / Angel Rekalde

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